El miércoles llegué a Yalta tras 12horas
de tren y dos más de autobús. Los transportes en Ucrania son el más claro
ejemplo de que “el que algo quiere, algo le cuesta”. Pero lo que allí me
esperaba mereció la pena. La península de Crimea está formada por grandes
montañas que se extienden desde el centro hacia el suroeste y que acaban en
inclinados valles y acantilados bañados por las aguas del Mar Negro. En uno de
esos verdes valles se encuentra Yalta, una pequeña ciudad de 80.000 habitantes dónde
puedes darte un baño en la playa mientras tienes a tu espalda unas increíbles
vistas de las montañas nevadas.
Todo lo que sabía sobre Yalta hace unos
meses no pasaba más allá de unas nociones básicas sobre la historia de la
Segunda Guerra Mundial. Allí tuvo lugar una importante Conferencia en 1945 que
pondría fin a la Segunda Guerra Mundial en Europa, en la que se decidió el
reparto de territorios entre las cuatro potencias vencedoras (Gran Bretaña,
Estados Unidos, Francia y la URSS) y que sería el preludio del inicio de la
Guerra Fría. Nunca supe entender el criterio que había llevado a Roosevelt,
Stalin y Churchill a elegir este lugar para su reunión, aunque después de estar
allí creo que me hago una idea.
Allí me alojaron Anna,
la chica más risueña y divertida que jamás haya conocido, y su madre, profesora
de Historia y Derecho en la Universidad de Yalta. La sobremesa hablando sobre
historia y política de Ucrania fue la parte más interesante, y más aún teniendo
la posibilidad de estar sentado frente a una profesora de universidad experta
en la materia. El idioma fue un pequeño impedimento, pero teníamos a Anna de
traductora. La mejor parte fue cuándo trajo una gran tela dónde tenía
enganchadas todas las medallas y condecoraciones militares de su padre, que
había sido parte del Ejército Rojo de la URSS. Me queda grabada en la mente la
imagen de aquella mujer de origen ruso con el telón lleno de medallas y un
retrato de su padre en blanco y negro sujeto debajo del brazo.
Tras pasar la noche en
Yalta me levanté temprano para visitar un castillo conocido como “El Nido de la
Golondrina”, una construcción diminuta en lo alto de unos acantilados. Me
pillaba a medio camino hacia Sebastopol, mi siguiente parada. Mi idea era ir
allí en autobús, parar, y desde allí
coger otro autobús más tarde hacia Sebastopol. Pero me llevé una gran sorpresa
cuando descubrí que ese autobús no existía y que la única opción era volver a
Yalta (a casi 1h de distancia) y desde allí coger un autobús que tardaba 2
horas más en llegar a Sebastopol. Así que se me ocurrió coger un cartón,
escribir Севастополь y plantarme en la carretera a hacer autoestop. Y no tardé más de 5
minutos en conseguir que un tipo me acercase en coche a una carretera que
estaba a unos 15 minutos en coche y por la que pasaban autobuses que iban hacia
allí. Tras esta experiencia ya puedo tachar otra cosa de la “lista de cosas por
hacer”.
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