viernes, 12 de abril de 2013

Yalta




El miércoles llegué a Yalta tras 12horas de tren y dos más de autobús. Los transportes en Ucrania son el más claro ejemplo de que “el que algo quiere, algo le cuesta”. Pero lo que allí me esperaba mereció la pena. La península de Crimea está formada por grandes montañas que se extienden desde el centro hacia el suroeste y que acaban en inclinados valles y acantilados bañados por las aguas del Mar Negro. En uno de esos verdes valles se encuentra Yalta, una pequeña ciudad de 80.000 habitantes dónde puedes darte un baño en la playa mientras tienes a tu espalda unas increíbles vistas de las montañas nevadas.

Todo lo que sabía sobre Yalta hace unos meses no pasaba más allá de unas nociones básicas sobre la historia de la Segunda Guerra Mundial. Allí tuvo lugar una importante Conferencia en 1945 que pondría fin a la Segunda Guerra Mundial en Europa, en la que se decidió el reparto de territorios entre las cuatro potencias vencedoras (Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y la URSS) y que sería el preludio del inicio de la Guerra Fría. Nunca supe entender el criterio que había llevado a Roosevelt, Stalin y Churchill a elegir este lugar para su reunión, aunque después de estar allí creo que me hago una idea. 

Allí me alojaron Anna, la chica más risueña y divertida que jamás haya conocido, y su madre, profesora de Historia y Derecho en la Universidad de Yalta. La sobremesa hablando sobre historia y política de Ucrania fue la parte más interesante, y más aún teniendo la posibilidad de estar sentado frente a una profesora de universidad experta en la materia. El idioma fue un pequeño impedimento, pero teníamos a Anna de traductora. La mejor parte fue cuándo trajo una gran tela dónde tenía enganchadas todas las medallas y condecoraciones militares de su padre, que había sido parte del Ejército Rojo de la URSS. Me queda grabada en la mente la imagen de aquella mujer de origen ruso con el telón lleno de medallas y un retrato de su padre en blanco y negro sujeto debajo del brazo.









Tras pasar la noche en Yalta me levanté temprano para visitar un castillo conocido como “El Nido de la Golondrina”, una construcción diminuta en lo alto de unos acantilados. Me pillaba a medio camino hacia Sebastopol, mi siguiente parada. Mi idea era ir allí en autobús, parar,  y desde allí coger otro autobús más tarde hacia Sebastopol. Pero me llevé una gran sorpresa cuando descubrí que ese autobús no existía y que la única opción era volver a Yalta (a casi 1h de distancia) y desde allí coger un autobús que tardaba 2 horas más en llegar a Sebastopol. Así que se me ocurrió coger un cartón, escribir Севастополь y plantarme en la carretera a hacer autoestop. Y no tardé más de 5 minutos en conseguir que un tipo me acercase en coche a una carretera que estaba a unos 15 minutos en coche y por la que pasaban autobuses que iban hacia allí. Tras esta experiencia ya puedo tachar otra cosa de la “lista de cosas por hacer”. 




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